No deja de conmoverme el rechazo que la mayoría de las personas sentimos a mirar nuestra infancia.
Las veces que, como parte del proceso de terapia, he puesto a alguien por delante a su niña o niño, las reacciones suelen ser muy parecidas. Primero se encuentran con una resistencia que va dando paso a tristeza y dolor, a enfado o incluso a asco.
Hay heridas ahí que preferimos no mirar. Ya nos encargamos en su momento de taparlas, y no es plato de buen gusto para nadie volver a mirar donde sigue doliendo tanto.
Al fin y al cabo rechazar esa parte nuestra, es rechazar lo que soy y de dónde vengo.
Como dice el Dr. Hawkins, la resistencia es lo que perpetúa el sufrimiento. Que no queramos mirar ahí, no significa que no esté, o que no condicione nuestras vidas.
He visto a una niña pidiéndole a su adulta que deje de vivir en las nubes, que ella necesita que la haga sentir segura, que la cuide y que para ello es necesario que confíe en sí misma. Así es que sí, da miedo, y también podemos encontrar ahí respuestas claves para aspectos de nuestro comportamiento que nos dañan y que no entendemos.
Como los animales, sin juicio, sin prisa y con grandes dosis de bondad, compasión y cuidados, así podemos ir sanando nuestras heridas.
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